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Introducción
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Lago Argentino
Al lado del ventisquero — Lago Argentino

En el año 1898, el conocido escritor don Roberto J. Payró, hizo un viaje al Sur a bordo del transporte nacional "Villarino" y a su regreso publicó en "La Nación" una serie de crónicas en las cuales relataba sus impresiones de viajero y exponía las observaciones que le habían sugerido los sitios visitados. Estas crónicas fueron reunidas en un libro, prologado por el general Mitre, que se tituló "La Australia Argentina" y que alcanzó gran difusión. En la última página de su obra el escritor estampó este vaticinio: "¡La Australia Argentina! ... ¿No habré estado en error al apellidar así a esas tierras australes, geográfica y topográficamente tan próximas parientes con el mundo novísimo? ...

" ¿Podrá decirse un día, que fue predicción lo que hoy es presunción tan sólo? ..."

"Sí ... Patagonia hará su camino, más lenta, más rápidamente, según la sabia o desacertada dirección que le impriman los gobiernos. Pero lo hará. En aquellas inmensas soledades
"Le docteur ne voit rien
"Le penseur trouve un monde
"El mundo de mañana, asilo de la libertad y escenario del progreso".

¿Fué predicción? ... Este libro constituye una respuesta. Han transcurrido sólo veinticinco años y lo más duro de la labor está hecho. ¿Qué queda mucho por hacer? ... ¡Qué duda cabe! ... Pero el impulso fue dado ya, y si el vaticinio del escritor podía sonar a temeraria presunción en 1898, nadie se atrevería a calificarla de tal en la actualidad. Pero si la obra que aparece realizada es inmensa, las etapas recorridas antes de culminar en ese resultado, fueron asaz difíciles y cruentas. Porque no se conquista un desierto desde el abrigado y muelle bienestar de un despacho. Se impone la lucha fiera y sin tregua contra la inmensidad desconocida y la naturaleza, que parece acrecentara sus bríos para defender del paso aventurero el misterio de sus regiones vírgenes. Y no otra cosa era la Patagonia hasta hace apenas cinco lustros. Su denominación geográfica correspondía en la imaginación de los argentinos principalmente, a una zona que se ubicaba en los imprecisos límites del reino de la ficción. Leyendas eran los relatos de los viajeros extranjeros a su respecto y fantásticas consejas los informes que de tarde en tarde se recibían referentes a las riquezas que ella atesoraba. La Patria, al parecer, terminaba en el Río Negro o por lo menos hasta allí llegaba solamente el territorio que merecía cubrir bajo sus pliegues el pabellón nacional. De la Argentina Austral nos acordábamos para ejercer una balbuciente soberanía sólo ante la inminencia de un conflicto internacional.

No obstante este abandono o mejor dicho esta ignorancia respecto a una parte considerable de nuestro patrimonio territorial, allí se laboraba cruenta pero silenciosamente, la Argentina del futuro, y la estaban haciendo unos cuantos extranjeros, que llegaron a conocer al dueño de la casa en que trabajaban sólo por las barreras que se complacía en oponer a su labor infatigable, en tanto que el vecino, previsor y sagaz, aprovechaba esa incuria para ir progresando al par de esa región, que si bien era ajena, él la servía y sobre todo la proveía. No tiene otra causa el adelanto extraordinario de Punta Arenas. Aun hoy mismo — no vale la pena hablar de hace veinte años — no hay en toda la costa austral argentina una ciudad que ni aproximadamente pueda compararse en importancia al mencionado puerto chileno. Es que Chile supo aprovechar lo que nosotros abandonábamos y lo aprovechó tan bien — doloroso es decirlo — que la estrella de la nación hermana era más conocida y respetada en Santa Cruz y Tierra del Fuego — para referirnos sólo a lo que conocemos — que el sol que como soberano debía brillar en ellos.

No obstante este abandono, como se ha dicho, unos pocos extranjeros de corazón de piedra y músculos de acero hacían poco a poco surgir en la soledad de ese desierto ingrato, ciudades, pueblos, estancias e industrias. Poblaban sus campos con ovejas traídas del norte o de las Malvinas y sus hogares con familias que constituían al azar y en la premura febril de sus vidas de aventureros. Pero eran en su mayoría ingleses y alemanes y una vez lograda si no la holgura, la relativa comodidad que les brindaban sus primeros éxitos, se apresuraron a montar sus "homes" esas moradas tibias de intimidad y llenas de bienestar, cuya sola existencia es prueba ya de progreso y civilización.

Pero no pararon ahí. — Abierta la senda había que seguir por ella, sin hesitar en las encrucijadas, y sin miedo de desgarrarse las carnes en las espinas que ocultan las ásperas malezas. Para progresar era necesario descontar el porvenir, es decir, comprometer el trabajo de dos generaciones para llegar más o menos de inmediato al fin propuesto. Y esos hombres no vacilaron y empezó la carrera al crédito — crédito extranjero por cierto — que, previsor, no vaciló en abrir de par en par sus arcas. La transformación sobrevino de inmediato, y este libro es el mejor testimonio de lo que esos "pioneers" hicieron desde que iniciaran la etapa a que nos hemos referido, sólo en el territorio de Santa Cruz, pues los otros que constituyen la Patagonia y en los cuales la labor ha sido más o menos igual, constituirán el tema de volúmenes posteriores, que la empresa editora del presente se propone dar a luz en breve, con el fin de divulgar el conocimiento del Sur argentino y estudiar las posibilidades que él ofrece para el porvenir.

Entre tanto, ¿qué hemos hecho nosotros por esos pedazos de nuestro territorio? La respuesta y bien categórica por cierto, la proporciona el hecho de que allá en el Sur a los hijos del país se nos considera extraños cuando no enemigos. Y no puede ser de otro modo, si se considera que la inmensa mayoría de los argentinos que van a la Patagonia, lo hacen en calidad de empleados del gobierno, que, salvo excepciones honrosas, usan su autoridad delegada y de la que abusan generalmente, para medrar sin escrúpulos a costa de la ignorancia o la pusilanimidad del poblador extranjero. De ahí surge la desconfianza por todo lo que es nuestro y que a poco de viajar por el Sur, se nos manifiesta tan claramente. La ley para las gentes de mentalidad incipiente, es ni más ni menos que el funcionario encargado de aplicarla. Poco respeto merecerá pues, al criterio simplista del poblador, hecho más a la dura labor que a las triquiñuelas legales, una legislación cuyo representante visible rebaja su investidura o su misión buscando la artimaña o la coacción para medrar en provecho propio. Y este es el mal que es necesario extirpar, que siembra el desaliento entre los pobladores de buena fe de nuestras regiones australes y efectivamente los aleja cada vez más del pabellón bajo cuya soberanía se hallan.

Territorio nuestro es la Patagonia, pero su riqueza actual no la hemos amasado nosotros. No es de hidalgos ir a aprovechar, a espaldas de la ley, lo que nosotros fuimos incapaces o no quisimos realizar. Tratemos eso sí y desde ahora de consolidar la obra que se nos da hecha y de acrecentarla mediante una acción orgánica, tutelar y previsora, para que mañana, cuando de ese territorio surjan una o varias provincias que reclaman su gobierno propio, no puedan enrostrarnos, como lo hacen en el libro de Payró antes citado, las siguientes tristes palabras.

"¡Ah! nos habéis dejado, y hemos crecido solas, por nosotras mismas, con nuestras fuerzas personales, sin ayuda, sin simpatía, sin educación casi, y hoy tenemos otro modo de ser, otras costumbres, otros hijos distintos de los vuestros. Y contad que sólo queremos ser estados dentro del estado... Nos habéis dado gobiernos que han detenido nuestro progreso, preocupados sólo, egoísta, delictuosamente, del progreso individual de los que los componían; nos habéis hecho permanecer largos, muy largos años, en un destierro que comercialmente nos acercaba a Inglaterra y a Chile más que a vosotros... Ahora venimos a daros la sorpresa de nuestra mayoría de edad, en que no pensasteis nunca, para la cual no nos habéis preparado"...

EDELMIRO A. CORREA FALCÓN

LUIS J. KLAPPENBACH

Fuente: «La Patagonia Argentina», p. s/n