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Por fin llegamos al Estrecho de Magallanes, pero en vez de ser terreno montañoso, como yo creía, es plano, sin nada de vegetación, similar a las Llanuras de Canterbury. El primer arbusto que vimos fue en Punta Arenas. Llegamos un domingo. La gente en Sudamérica trabaja los domingos, como si fuera cualquier otro día. Creo que nunca había visto tanta gente de tan mal aspecto: de todos los colores e idiomas; muchos podían hablar inglés. La ciudad parecía la más sucia del planeta. Cada recinto es un bar, y gran número, mucho más que eso. Después de una concienzuda mirada a este lugar, me dije "Bueno, mi viejo, es el fin; tocaste fondo, esto debe ser el infierno." Me quedé diez días, pero estaba tan asustado, que me puse abstemio y no salía de la casa de noche. De alguna forma, fui tratado con mucha amabilidad y tuve algunas curiosas aventuras. Después de diez días, justo cuando estaba por poner la mochila al hombro y partir para Patagonia, me ofrecieron un trabajo de mayordomo [subadministrador?, Ed.] en una estancia de Tierra del Fuego, en la entrada oriental del Estrecho. Fuimos en un pequeño vapor. Éramos cuatro en una cabina de 6 x 8 [piés, Ed.]: dos españoles y un alemán que sabía un poco de inglés, y que estaba a cargo de 12 trabajadores que iban a desarmar un barco naufragado.
En el Estrecho, el tiempo estaba hermoso, así que tuvimos un viaje muy agradable. Finalmente, llegamos al barco accidentado; era un navío grande, de unas 6000 toneladas, con la quilla rota ['Corocoro', 4.000 toneladas, Ed.]. Pero, una pandilla ya había llegado a bordo y tomado posesión; hablaron en inglés con el alemán a cargo de los trabajadores y se opusieron firmemente a que él o su gente subieran al barco. En un punto, pensé que se iban a poner a pelear, especialmente, dado que había circulado bastante whisky. Estaba esperando que se agarraran, ya que me daba exactamente lo mismo quien ganara; pero, después de cuatro horas de arduo debate, los de nuestro lado tuvieron que retirarse; uno descendió en Tierra del Fuego. A todo esto, ya había anochecido, y (el vapor) regresó a P(unta) A(renas). Cuando bajé a tierra, me dijeron que encontraría un asentamiento como a tres millas hacia el interior, lo que resultó ser cierto. El lugar pertenecía al hermano de mi jefe. Me quedé allí un día o dos, y los vi marcar 12.700 corderitos, de 13.000 ovejas madres. Por lo que se ve, es un hermoso territorio plano; se podría manejar un calesa [coche, Ed.] por cualquier parte. En esta época es cuando luce mejor. Aquí el asunto de los indios surgió con fuerza. Había escuchado muchas fantásticas historias cuando estaba en Punta Arenas. El Sr. W [Montague E. Wales, Ed.] no estaba, y yo vivía con el mayordomo, o sea, el ovejero jefe, o capataz, y el cadete [aprendiz de administración, Ed.], Blair [William Blain, Ed.] y Davis [Campbell Davis, Ed.]. Blair (sic) había llegado al lugar, cuando recién se arrendó, hacía siete años atrás. Parecía un típico astuto viejo pastor escocés, lo que es en realidad.
Conversando con él una tarde, le expresé mi sorpresa de ver que un territorio tan bueno haya permanecido desocupado tanto tiempo. Él dijo que la razón por la cual el territorio era desconocido, era porque si alguien se animaba a dejar la costa, seguramente era matado por los indios [Sélknam, Ed.]. Me dijo que eran 35 los hombres blancos que habían muerto así desde que él estaba, y nosotros hemos tenido que matar indios." Agregó: "Las primeras 4.000 ovejas madres que trajimos — los indios vinieron una noche con luna (parece que ellos hacen sus saqueos en noches de luna, tres o cuatro noches antes o después de la luna llena) y se las llevaron; cuando los alcanzamos, tuvimos una gran pelea antes de que las devolvieran, pero había sólo 1600 que pudimos rescatar y devolver a la playa. El Sr. D. [W.?, Ed.] me dijo: "Blain, no quiero que se maten mujeres o niños." Le dije que las mujeres ("chinas") eran las peores; ahora está más enterado.
La historia del Sr. Davis es que él sólo ha estado aquí tres años; ya fue una vez a la caza de indios, y no quiere hacerlo de nuevo. Los indios habían estado sacando provecho de las ovejas y se decidió ver si no se les podía hacer retirarse al interior, o si se podía capturar los que hubieran para enviarlos a la Misión Católica [de los Salesianos, Ed.] en la Isla Dawson en el Estrecho [al sur de Punta Arenas, Ed.]. Por cada indio, adulto o pequeño que se manda a la isla, hay que pagar 20 chelines [una libra esterlina, Ed.], para que los mantengan allá. Tienen una estancia con ovejas y ganado y un gran aserradero, de cuyos negocios deben sacar beneficio. Nuestros ganaderos se quejan a gritos por tener que pagar 20 chelines, además de los gastos de captura y transporte a Dawson.
Más tarde, me enteré de otra versión de la historia de Davis, aunque los hechos coinciden. My jefe y el Sr. W. [probablemente Clarence F. Wood, Ed.], inversionista en esta propiedad, y administrador de un lugar llamado Spring Hill, y dos argentinos cazadores profesionales de indios salieron por quince días, y no pillaron casi nada. Al volver, ya a un día de jornada del asentamiento, se encontraron con una multitud de indios. El Sr. W no estaba ahí porque andaba buscando agua en otra parte; mi jefe y Davis partieron corriendo hacia los indios; los argentinos, al tratar de sacar los rifles del caballo de carga, lo hicieron corcovear, y no pudieron hacer nada. Los indios varones y muchas de las mujeres cruzaron por un pantano. Mi jefe trató de seguirlos, pero su caballo estaba fuera de su alcance, así que cruzó a pié y comenzó a disparar a los hombres. W. regresó y aceptó formalmente la rendición de 22 chinas y los bebés que muchas de ellas tenían, y le pidió a Davis mantenerlas a raya con su rifle hasta que regresaran los argentinos con el caballo de carga. Davis dijo que él había prendido un cigarrillo, mientras los vigilaba, pero el Sr. W. me dijo que en su vida había visto a un hombre en tal estado de pánico. Le dijo que no había peligro, mientras se mantuviera a caballo y no dejara que los indios se le acercaran. Él no podía detenerse pues quería ir y ayudar con los hombres -- chunkes, les dicen. ['chunke', varón adulto; quizá derivado de 'chonkóuika', término usado anteriormente para identificar el grupo norte de los Sélknam, Ed.] Sin embargo, aparecieron los argentinos y ayudaron a Davis. Yo estuve en el mismo lugar después, y el Sr. W. me mostró donde habían acampado. Dijo que había sido una noche infame. Hicieron una gran fogata con matorrales que los prisioneros recolectaron, y los hicieron sentar alrededor, en dos círculos, y hacían turnos para cuidarlos. Durante su turno y el de Davis caía aguanieve y llovía sin parar; podían escuchar a los chunkes llamando a los prisioneros, y los niños que todavía permanecían con ellos lloraban al tener que partir en la oscuridad y el frío. Entonces, él fue a la carpa a tomarse un trago; estuvo ausente sólo un minuto, cuando regresó, 11 mujeres se habían zafado de la vigilancia de Davis. Él llamó alerta general, pero nunca más las volvimos a ver. Los que quedaron, fueron enviados a Isla Dawson.
Davis me contó que algo cómico había sucedido durante la mañana siguiente. Cuando comenzaron la marcha, las mujeres llevaban sus guaguas. Había sólo una mujer mayor en el grupo, y tenía una tremenda criatura bajo su capa. Apenas podía caminar, tambaleándose con ella. W. le dijo que la soltara, obligándola a hacerlo, y encontró que llevaba en vez de un infante, a un gran niño de 12 años más o menos. Ella tenía miedo que si lo pillaban los blancos, lo matarían; por eso, lo había estado llevando bajo su capa, pretendiendo que era una guagua. Ahora último han encontrado una forma más barata de capturarlos. Dan contratos de £1 por cabeza — las mujeres, vivas. El arco y flechas de un hombre son considerados prueba suficiente de haberlo despachado.
A juzgar por las historias que uno oye, que siendo de diversas fuentes, deben ser verdad, hay un hombre — un señor S. H. [Sam Hyslop, conocido cazador de indios, Ed.] — que parece ser un genio en este negocio. No he tenido el placer de conocerlo todavía. Cuentan que tiene un par de bellas maneas, esas ataduras para los caballos, hechas de piel de un chunke que había matado. Este tipo de historias me dejaban muy conmocionado, y empezaba a preguntarme si estaba yo, loco o soñando; en verdad, creo que todo es cierto; parecía haber sido una guerra cruel en ambas partes.
El párroco de Punta Arenas estuvo por aquí hace una o dos noches y dormimos en el mismo cuarto; también él me contó unas cuantas historias de indios. De hecho, como tema de conversación, los indios toman aquí el lugar de los conejos en Nueva Zelanda. El Sr. Williams [Rev. John Williams, Ed.] ha sido misionero cerca del Cabo de Hornos [en la Misión Anglicana en Tekenika, Hoste Island, Ed.]. Me contaba que los indios allá eran de una raza diferente [Yámana / Yagán, Ed.], pero igualmente traicioneros. Ahora estaban bastante tranquilos, por la sencilla razón de que habían sido casi exterminados. Decía que no cabía duda que había habido muchos naufragios — por cierto, uno ve los restos de ellos — y la costumbre de los indios era, cuando podían, torturar y matar a la tripulación menos uno, al que desnudaban y pintaban, y le permitían escapar en algún navío que pasara; al parecer, la idea era enviar uno de vuelta para advertir a otros de no desembarcar y, parece haber tenido éxito, pues el territorio permanece aún desconocido. Me dicen que el hombre blanco no conoce ni siquiera una cuarta parte.
Pido disculpas por escribir de forma un tanto mezclada. Tengo oportunidad de escribir al fin del día de trabajo, durante estas últimas tres noches, y mañana es el día de la correspondencia, así que debo cerrar, aunque he dado pocos detalles y no he terminado el resumen. Se supone que estoy a cargo del galpón de esquila, lo que incluye ir a buscar las ovejas, entrarlas, ver el almacén, y la poca contabilidad que se lleva. Gracias a Dios, lo que hay que hacer sobre este tema es bastante primitivo. Me encantaría ver al General de División y a Short examinando nuestros libros. Puede decirle a S. que me escriba, y recibiría con gusto cartas de cualquier otro hombre decente, no he sabido de ninguno de ellos desde que salí de Nueva Zelanda.
Bueno, debo apurarme y terminar la historia de los indios, porque estoy seguro le interesará. Cuando llegué aquí, mi cabaña no estaba lista, así que mi jefe, un hombre de más o menos 30 años, simpático y agradable, pero que no tiene idea del trabajo de estancia, me invitó a quedarme en su casa; acababa de llegar de Inglaterra con su flamante esposa, una jovencita inglesa. [Ruth Waldron, ver Ernest Wales, Ed.]
Por lo que he sabido, este lugar y muchos otros en Patagonia y Tierra del Fuego pertenecen a una compañía de 15 ingleses, más o menos todos relacionados entre ellos. Son grandes propiedades; este lugar tiene más de 500.000 acres y no es, ni con mucho, el más grande. No hay propiedad particular en Tierra del Fuego, pero hay muchas en Patagonia, y allá no hay problema con los indios.
Después de estar aquí un día o dos, el jefe me pidió ir con él a una cabaña a unas 10 millas al interior, donde había un grupo de indios, quienes habían entregado su arco y sus flechas y acordado cambiar sus malas costumbres, como la de robar ovejas y ganado, a condición de que se les diera tanta carne como pudieran consumir. Así las cosas, dos blancos (campañistas) permanecieron con ellos, para faenar ganado y ver que los indios no se apropiaran de las ovejas; pero, llegó noticia que estaban dispersando las ovejas, y lo que era peor, se sospechaba que estaban en comunicación con otra tribu del bosque: por lo que se pensó si no sería mejor capturarlos a todos y mandarlos a Isla Dawson — así que partimos y ahí estaban los benditos indios.
Alrededor de la estancia, había visto muchos indios sometidos y semisometidos, pero aquí estaban los auténticos, grandes y robustos, el jefe me dijo que cuando había ido a ponerle esposas la primera vez, no se las podía poner porque no les cabían, y tuvieron que mandar a hacer unas de tamaños especiales. Muchos de los hombres estaban parados cerca de la cabaña, y justo al frente mío, con su espalda hacia la pared había un joven de unos 18 años; yo estaba preparando tabaco y con mi cuchillo hice una marca en la pared sobre su cabeza y medí su altura: era de 5 piés 10 pulgadas [1,78m, Ed.]. Sus piernas y muñecas eran el doble de las mías; en color y apariencia, eran muy parecidos a nuestros maoríes [nativos de Nueva Zelanda, Ed.]. Me fijé particularmente en uno que se veía como un típico Tauhu, con la nariz alta, labios rectos y gruesos; las damas que aparecieron después de un rato, no eran tan buenas mozas, se reían y bromeaban por mi barba blanca. Todos iban pintados con rayas rojas a lo ancho de la cara; los varones tenían el pelo chamuscado cerca del cuero cabelludo, excepto por un flequillo alrededor de la cabeza, y cuando el cabello cuelga sobre la cara, les da una expresión feroz. La única prenda de vestir que usan, lejos de nuestra idea de decencia, es un pedazo pequeño de piel de guanaco; pero, el frío de la mañana parece molestarlos.
El informe de los dos campañistas fue desfavorable, así que se decidió que todo el grupo debía ser capturado y enviado a Spring Hill, hasta que surgiera la oportunidad de enviarlos a Isla Dawson. Días después, acampamos a más o menos dos millas de los indios, y oímos que cuatro cazadores profesionales, el hermano de nuestro jefe y un vecino, el Sr. A. H. [no identificado aún, Ed.], con la ayuda de indios amigos habían logrado esposarlos. Les tomó tres horas; hicimos caminar a los 45, hasta este lugar, y al día siguiente a Spring HIll, donde están ahora vigilados por hombres armados durante el día y en grilletes de fierro, por la noche, hasta que puedan ser transportados.
Creo que nunca había visto algo tan curioso como lo que vi un par de días después cuando nuestro jefe y yo nos encontramos con el Sr. A. H. que volvía de su correría. Estaba montado en un caballo blanco, de fiera presencia, que estaba medio tapado por toda la parafernalia que esa gente considera necesaria poner sobre un caballo, y detrás de su montura, sentada en una piel de cordero venía una indiecita de 12 o 14 años, de las que habían capturado, totalmente desnuda salvo por un pedazo de tela alrededor de sus hombros, y luciendo muy asustada, lo que no era sorpresa ya que era la primera vez que estaba sobre un caballo, y habían andado ya 35 millas esa tarde. El Sr. A.H. dijo que él la había lavado y metido en desinfectante [usado para eliminar insectos del ganado, Ed.], y ahora la llevaba donde su señora para hacerla su sirvienta.
También nos contó que uno de los espías indios había informado que cerca de 100 indios del Boquerón, estaban en nuestra retaguardia y que sin duda tenían intenciones de apoderarse de nuestras ovejas, y que él creía que sería una estupenda oportunidad de capturarlos y enviarlos con los otros a Isla Dawson, aunque realmente no entendía quién querría gastar 20 chelines en mandarlos a Isla Dawson, cuando las balas eran tan baratas.
Al día siguiente, el Sr. W. llegó con los cuatro campañistas que habían ayudado a capturar el último grupo de indios. Los indios habían dejado su marca en algunos de ellos y, por lo que pude entender, los indios no habían salido ilesos. Decían que un par de esposas en las manos de alguien como McB [no identificado, Ed.] pasaban a ser armas eficientes en un encuentro de cerca. El jefe dijo que no quería dejar solas a las mujeres de la casa cuando andaban indios por ahí, y me preguntó si querría ir con la expedición, ya que estaban cortos de hombres, por no contar con los que estaban vigilando a los cautivos en Spring HIll. Los indios de Tierra del Fuego parecen estar divididos en tres grupos diferentes. Los carive (sic) [de las Canoas, Ed.], un pobre grupo miserable, pero muy cruel, que habita la costa del sureste y las islas vecinas. Los indios de a pié, una buena raza guerrera, que vive en las pampas en la costa noreste, donde tienen cualquier cantidad de comida, se podría decir que al alcance de la mano; y, los indios del bosque o del monte, de los que se dice son aguerridos, pero poco o nada se sabe de ellos, ya que poca gente que ha tenido comunicación con ellos, ha tenido la oportunidad de regresar.
Le contesté que estaría dispuesto a ir, pero que hasta ahora había tenido muy poca práctica en matar indios, sin embargo, podría ver cómo se hacía — así que partimos. El Sr. W, los cuatro campañistas y yo, estos cinco eran expertos guerreros. Teníamos un caballo de carga, que llevaba unas cuantas cosas.
La primera noche acampamos al borde del territorio indio en un río llamado Río de Loska ['Río Oscar', Ed.]; casi al ponerse el sol, el Sr. W., yo y uno de los campañistas fuimos a echar una mirada desde una colina vecina, por si veíamos señales de humo, ya que generalmente los indios cocinan antes del anochecer. Era un terreno abierto y despejado, con colinas bajas, y un tipo de arbusto pequeño que crece hasta dos a tres piés de alto en algunas de las quebradas — muy similar al terreno cerca de Waihopai [valle en la región de Marlborough, Isla Sur, Nueva Zelanda, Ed.] W. estaba mirando con sus binoculares, sin mayor resultado, y dijo a lo descuidado "Mira, W., no va a haber una carnicería mañana, recuerda." "Por la ___," dijo él, " si alguna china o chunque me tira flechas, yo voy a tirar balas de vuelta." No hubo respuesta de W., pero cuando regresábamos al campamento, me dijo: "Ese tipo es una bestia sanguinaria."
Me olvidaba de decirle que todos estos tipos están armados con un Winchester de repetición, un revólver y un tremendo cuchillo, además de un lazo. Yo tenía sólo un rifle. Querían darme un revólver, pero les dije que no era necesario, porque podría matar tantos indios como fuera necesario con el rifle. Empezaba a darme cuenta que estaba en un negocio que apenas entendía, así que le dije a W.: "¿Cuál es el programa, suponiendo que encontremos a esta gente? Él contestó: "Tienen que rendirse — o sea, entregar sus arcos y sacarse sus gorros de guerra (teníamos una cantidad de esposas con nosotros.) "Bueno, suponiendo que no entregan sus arcos..." "Entonces, debe disparar, y disparar rápido, si no quiere recibir una flecha en sus costillas a sangre fría. Le pueden alcanzar con una a 100 yardas, pero el tiroteo los inquieta, especialmente si ven uno o dos de sus varones caer, y si no hay un pantano al que se puedan escapar y los podemos rodear, probablemente se entregarán; el caballo que Ud. monta tiene tres flechas en él; "tiene" dije, y pensé para mí mismo, y ninguna más, si puedo evitarlo.
Bueno, montamos esa noche a las 12:30 y fuimos donde los indios debían estar antes del amanecer; nos deben haber visto, porque se fueron antes de que llegáramos; vimos un campamento reciente y una trampa para guanacos, pero no vimos indios. En la tarde, vimos una fogata en una colina muy adelante de nosotros; partimos hacia allá; cuando llegamos, vimos una línea de fogatas 10 millas más adelante, y como eran ya las 4 de la tarde, nos declaramos vencidos. No puedo decir que lo sentía, porque apenas podía entender por qué razón yo tenía que matar a tiros a esta gente; pero, de todas maneras, qué mundo extraño es éste, pensaba cuando W. me daba instrucciones, (las circunstancias cambian los casos), aquí está este hombre, al que he visto sólo dos veces, seriamente diciéndome cuál es al mejor forma de matar a otro hombre, con el que no tengo problemas y a quién nunca he visto.
Tengo una buena impresión de este territorio, pero actualmente no es un buen lugar para vivir y, a no ser que vea algo mucho mejor de lo que hasta ahora he visto, no me quedaré por mucho tiempo. Si tiene tiempo para escribirme, envíe la carta a cargo del Cónsul Británico, Punta Arenas, Estrecho de Magallanes, S. A. [América del Sur, Ed.]. Agrego una carta que recibí, hace unos pocos días, de B, mi compañero de camarote. Le va a interesar. Llevo ésta para su envío en una hora; la casa está a dos millas de aquí. Estoy invitado a comer los domingos. La señora de mi jefe es una joven inglesa, y es muy amable; pero, no puedo evitar notar que está sumamente asustada; sin vecinos, sin un alma con quien hablar excepto los sirvientes — tienen dos. Debe ser terrible para ella. Me decía el otro día que ella debería practicar un poco con el rifle. Creo que con más ganas tomaría una serpiente cascabel que un rifle.
Hay gran número de guanacos en este lugar, muchos perros salvajes, cantidad de zorros — lindos animales — y millones de karooras ['coruros', Ctenomys magellanicus, un tipo de roedor, Ed.] — un animalito herbívoro, de tamaño entre un conejo y una rata. Tienen el terreno totalmente lleno de galerías, peor que cualquier madriguera de conejos que haya visto; pero, dicen que cuando llega el ganado, desaparecen. Les hubiera tenido miedo, pero, me dijeron que no había por qué. Esta es toda la vida animal. Pero, es un gran lugar para pájaros, y tan mansos. He visto tres tipos de gansos; cisnes blancos con cabeza negra; cualquier cantidad de patos, becacina, perdices; y, algo curioso de encontrar en un clima frío como éste — flamencos. Es el mejor lugar para la caza que he visto.
Cuéntele a G.C. No tengo dudas que a él le gustaría este negocio de cazar indios.
Estoy seguro que ya está harto de mí y de los indios, pero piense cuántas veces trataba duramente a la gente por los malditos conejos, y sea justo. Saludos cordiales a toda la buena gente, y estaré feliz de recibir carta de alguno de ellos. Uno se pone hambriento de tener noticias. En cuanto a mis "no amigos", a quién le importa. Sé que le complacerá saber que he recuperado la salud, al punto de sentirme más fuerte y mejor que hace veinte años. Con cordiales saludos para Ud. y todos los viejos amigos —
Atentamente,
G.H.C.