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Materiales Históricos de la Patagonia Austral
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Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego, 1893-1943
Historia autorizada de los primeros 50 años, por Fernando Durán
Capítulo: 

CAPITULO I

ANTECEDENTES HISTORICOS

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La región magallánica se extiende al término del mapa de América como un blanco manto desgarrado por las fuerzas de la naturaleza.

Situada en el más lejano confín del mundo, donde la vida parece una sorprendente aventura, se halla señalada, desde el primer día en que los hombres la recuerdan, como un lugar de heroísmos y de inmensos riesgos.

Cuando Hernando de Magallanes descubre en un 1° de Noviembre aquel Estrecho que llevará su nombre, abre una puerta de comunicación entre los Océanos Pacifico y Atlántico y realiza una hazaña portentosa. Su visión genial y su voluntad de acero señalan nuevos horizontes a la navegación y muestran que el hombre puede vencer todos los obstáculos que se alcen frente a él. Pero también revelan que la región magallánica es, acaso, el mayor obstáculo natural que pueda interponerse en el camino de una voluntad.

Las llanuras blancas y desiertas no albergan sino a escasos e ínfimos grupos humanos. El clima es de una singular crudeza y el frío intenso y penetrante. El viento, de violencia magnífica, barre las llanuras y agita los mares en oleajes imponentes. La vegetación es rara y misérrima y el paisaje, encuadrado entre las llanuras vastas y silenciosas, el infinito mar y las cordilleras hoscas, parece alejar a la vida de sus contornos.

El territorio magallánico ha sido recorrido por numerosas expediciones, que se han sucedido a lo largo de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. Españoles, holandeses, franceses, ingleses, han surcado sus aguas, encontrando en ellas adversidades incontables.

Desde la expedición conquistadora hasta la científica, todas han sentido la curiosidad y la atracción de ese lugar extremo del mundo, como destinado por designios misteriosos para servir de temple de recias voluntades.

No obstante su distancia y su carácter casi legendario, los Gobiernos de Chile durante la Conquista y después durante nuestra Independencia, sintieron como en vaga intuición la necesidad de explorar y ocupar el Territorio.

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En 1554 don Pedro de Valdivia envía a don Francisco de Ulloa a explorar el Estrecho con dos pequeñas embarcaciones. En 1558, don García Hurtado de Mendoza encomienda análoga misión al gran Juan Ladrillero, quien tras extensos reconocimientos, consigue llegar hasta Última Esperanza. Y el martes 9 de Agosto de aquel año, en nombre del Rey de España y del Gobernador de Chile, toma solemne posesión del Estrecho de Magallanes y de todas sus tierras colindantes.

Más tarde, en los días de la Independencia, los Padres de la Patria pensarán sin cesar en el Territorio de Magallanes.

O’Higgins, desterrado en Montalbán, sentía viva preocupación por la suerte del Territorio, e instaba ardientemente a sus amigos a constituir la Colonia militar de Magallanes y a incorporar esta parte del país a la vida plena de la nacionalidad. Anhelaba el gran patriota que Chile afirmase en términos indiscutibles su soberanía sobre aquel Territorio, para precaver posteriores discusiones que pretendiesen desconocerla. Al mismo tiempo quería que dichas regiones fuesen acercadas a los grandes focos de la civilización y del comercio, a través de su articulación con el centro y el norte del país.

Cuando O’Higgins supo de las expediciones de los capitanes ingleses Parker King y Fitz-Roy, en la última de las cuales venía Charles Darwin, el más tarde eminente naturalista inglés, redobló sus instancias.

Correspondió al General don Manuel Bulnes llevar a la realidad estos anhelos de O’Higgins y ocupar en nombre de Chile el Territorio de Magallanes.

Bajo la presidencia del General Bulnes se supo en el país que existían algunas pretensiones extranjeras de ocupar ese Territorio. Entre ellas se conocía la de Francia, cuyo Gobierno había recibido recomendaciones expresas del Capitán Dumont D’Urville, renombrado navegante, quien pedía a las autoridades de su patria la ocupación del Estrecho y la fundación de una colonia francesa.

Al tener estas noticias, el Gobierno chileno adoptó de inmediato las providencias necesarias para ocupar el Territorio, y al efecto encargó al Intendente de Chiloé don Domingo Espiñeira, que preparara la expedición.

Esta fue puesta bajo el mando del Capitán de Puerto de Ancud, don Juan Williams o, como más comúnmente se le ha llamado, traduciendo extrañamente su nombre al castellano, don Juan Guillermos. El señor Williams, no obstante su nacionalidad inglesa, servía desde 1824 en la Marina chilena, a la cual había prestado valiosos servicios, hasta obtener el grado de Capitán de fragata.

Los expedicionarios, después de muchos contratiempos, tomaron posesión del Territorio de Magallanes el 21 de Septiembre de 1843, desembarcando en Puerto Felipe, en la costa oriental de la Península de Brunswick, conocido mejor bajo el nombre trágico de Puerto del Hambre, que recordará para siempre el horroroso final de la diminuta colonia fundada allí en el siglo XVI por Pedro Sarmiento.

Los años siguientes a la fundación de esta primera agrupación chilena en territorio magallánico, fueron lentos y difíciles. Hubo momentos en que escasearon los alimentos, y hasta llegó alguno en que el Comandante de la tropa, abrumado por las inclemencias del tiempo, perdió la razón.

Sin embargo, la pequeña colonia fue aumentando al correr de los años, aunque más con el carácter de un reducto penal que con el de una región progresista y floreciente.

La situación preocupaba al Gobierno chileno, pues su soberanía sobre el territorio seguía siendo, en el fondo, más o menos nominal y teórica. El estancamiento económico de la región, con todo su cortejo de pobrezas, dificultades y escasez de población, hacía pensar en lo precario de la dominación chilena.

Por otra parte, subsistía y seguía arrastrándose con incertidumbre la cuestión de los límites con Argentina, la cual motivaba gestiones diplomáticas reiteradas ante el vecino país y sucesivos debates parlamentarios.

Los Gobernadores radicados en Magallanes observaban que la región era apta para la ganadería, y así lo hacían saber al Ejecutivo. Pero éste, vacilante aún en cuanto al régimen que sobre el particular convenía establecer, concedía algunos permisos, daba determinados ventajas, mas no abordaba decididamente la cuestión.

Tan lejos se hallaba de comprenderla con claridad que, cuando a insinuaciones del Gobernador don Francisco Sampaio, impuso obligaciones excesivas a los pocos ganaderos que se atrevían a afrontar aquella industria, hubo de llegar hasta el Presidente de la República el clamor de la región. Un político de tan clara inteligencia como de altos merecimientos, el Senador don Benjamín Vicuña Mackenna, llevó esas protestas al Senado, pronunciando un discurso memorable en que defendía el porvenir de Magallanes y lo vinculaba al estímulo de los esfuerzos de los ganaderos.

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Años después, como veremos en el transcurso de nuestro relato, el Gobierno modificó su política y, abandonando sus vacilaciones, dio en arrendamiento, y posteriormente vendió en remate, extensos terrenos magallánicos.

Hombres esforzados, de gran empuje y de ánimo inquebrantable, iniciaron la explotación de esas extensiones desiertas y heladas. Hubo entre ellos extranjeros, pero no faltaron los chilenos emprendedores y tenaces.

Las llanuras magallánicas les ofrecían bien poca cosa. Desde la violencia del clima hasta el desamparo y esterilidad de las tierras, todo se hallaba en su contra. El país sentía la necesidad de que esos territorios fuesen chilenos y estuviesen protegidos por nuestras armas y por la sombra de nuestra bandera. Mas, no entendía todavía que era preciso llevar hasta allá abundantes capitales para hacerlos prosperar y surgir.

Hombres de ciencia, cuyo saber era reconocido por todos, dudaban de la importancia de esas regiones, sin que faltara quien pensase que Chile cometía un error al empeñarse en conservar semejantes desiertos bajo la jurisdicción de sus leyes y el imperio de su soberanía.

Los pocos que se aventuraron en esta empresa increíble, comprometiendo sus vidas, sus dineros y sus energías, fueron tildados de locos o de soñadores. No encontraron capitales que aceptasen correr el riesgo de ser absorbidos por campos improductivos o sufrir el ataque de los indios. Tampoco encontraron quienes quisiesen acompañarlos para enterrarse en la tumba de aquellas sábanas nevadas y azotadas por vientos y tempestades.

Tuvieron que hacerlo todo por sus propias fuerzas; desde contratar el pequeño barco que los condujese, hasta clavar el primer madero que les diese albergue; desde adquirir los rebaños de carneros y ovejas, hasta aprender la técnica de su explotación y defender su propiedad con heroísmo frente a los ataques de la naturaleza o de los hombres.

El país debe a esa pléyade de conquistadores modernos, la nacionalidad de su extremo austral y la riqueza que desde esas regiones se derrama por todo el territorio.

Quien haya leído los decretos de las primeras concesiones y conozca el origen de las leyes que señalaron su régimen, sabe que cuando nuestros gobiernos proyectaron atraer hacia Magallanes a los futuros ganaderos, no pensaban tanto en la riqueza que podía venirles como en el pedazo de patria que se les iba. En los documentos de la época consta que los dirigentes del país querían colonizar Magallanes con la ayuda de este esfuerzo, porque el Estado no disponía de recursos que le permitiesen hacerlo con sus propias armas.

Perdida ahora en la distancia del tiempo, aquella empresa parece el capítulo de una novela. Novela olvidada por las mentes contemporáneas, a quienes la riqueza magallánica no permite recordar que hace cincuenta años los prósperos campos de hoy apenas si habían sido cruzados por legendarios conquistadores o por heroicos expedicionarios de nuestra raza.

Fue el empuje de los primeros ganaderos el que transformó la región. Gracias a la decisión y a la constancia sin desmayos de esos hombres, las llanuras desérticas vieron alzarse ciudades, estancias, industrias y labores. La campiña solitaria y muda se animó con el paso activo de estos trabajadores, y en la vastedad de los aires resonaron los gritos de los pastores arreando a las majadas, el ruido de las tijeras esquilando los lanares. La tierra inaccesible se abrió después en caminos que permitieron recorrerla, contar con útiles vías de comunicación y con elementos indispensables para llevar a todos esos lugares el hálito de la vida civilizada y creadora. Los Océanos y el Estrecho se vieron surcados por barcos de amplio tonelaje, a cuyo bordo llegaron mercaderías de toda clase y vinieron al norte o fueron a otros países productos que llenaron importantes rubros de la economía nacional.

A esa época de la historia del país se halla vinculada una gran empresa ganadera: la Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego. Su origen fue el mismo de todas las otras explotaciones ganaderas: un grupo de personas dotadas de clara visión y de enérgica voluntad, que se internaron en los campos magallánicos, con un contrato escrito en la mano como toda arma, para vencer a la naturaleza y hacerla servir a las necesidades generales.

Sus modestos principios, el escasísimo eco de sus primeras actividades, parecían indicar que aquella porfía iba a ser un estéril sacrificio más, al cabo del cual la invencible naturaleza mostraría la rebeldía de sus campos y el fracaso de quienes pretendieron cultivarlos.

Esta vez pudieron más los hombres. Gracias a su fe y a su energía, la victoria fue suya. Trabajaron los campos y los hicieron ricos y prósperos, organizando una empresa cuya historia es una sucesión de aciertos y éxitos.

Esta es la historia que pretendemos referir en las siguientes páginas, señalando sus principales aspectos y mostrando, al pasar, cómo nace y cómo vive una organización útil, grande y vigorosa, a cuyo advenimiento y posterior desarrollo se halla íntimamente vinculada la existencia de una región chilena que hoy día ofrece al país un espectáculo de ejemplar prosperidad.

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